A mí a veces no me gusta nada


Desperté en mi cama. Solo.
Abrí los ojos aquella aciaga mañana para verme rodeado de figuritas de mazapán que algún desaprensivo navideño habría introducido presúntamente en mi cama en mitad de mi letargo nocturno. Y no me gustan los mazapanes. Ni los polvorones. Durante unos instantes estuve rebuscando entre las mantas por si hubiese por causalidad algún polvorón infiltrado. Pero no había ninguno. Lo único que encontré fue el pequeño universo interplanetario compuesto por las pelotillas que se me forman entre los dedos de los pies. Una vez Pericles se comió una de estas pelotillas. Pero no caí en preguntarle si sabían a mazapán o a polvorón. Quizá la próxima vez.

Me levanté presto, raudo y veloz; tan presto, raudo y veloz que me sorprendí a mí mismo. Desayuné, suplí mis necesidades vitales higiénicas, me vestí y salí a la calle.
"¿Cómo es que te levantas tan feliz los lunes?" le pregunté a la chica que vivía en el piso de arriba del portal que nunca tuve, a lo que ella me contestó "cada domingo por la noche cocino un bizcocho; los lunes son horribles, pero hay bizcocho para desayunar". Me quedé petrificado en mitad de aquel lugar que no reconocía. Aquello me dio muchísimo en qué pensar. Volví a mi casa , hice un bizcocho, arrojé los mazapanes por la ventana (que se transformaron en chocopolvorones) y me acosté.

Desperté en mi cama. Solo.
Sonreí.

Una vez me dijeron que la felicidad radica en los pequeños detalles. En otra ocasión, me dijeron que el día 21 de diciembre se acabaría el mundo tal y como lo conocíamos, que comenzaría una nueva era. Lo habían vaticinado los mayas. Pasé aquel día esperando algo fuera de lo normal, algo que cambiara mi forma de vida. Algo "eternamente alentador". Y no lo encontré. No lo encontré porque busqué en el calendario maya. Y sólo hay una forma de cambiar el mundo.

Huele a bizcocho recién hecho.