Cinco años en Oporto (I)

Bien está lo que bien acaba dice el refrán, aunque no seas capaz de diferenciar lo que es bueno de lo que es malo.


CAPITULO 1

He pasado lo que me han parecido haber sido años en la ciudad lusa de Oporto, conviviendo con mis compañeros de universidad, visitando monumentos y compartiendo experiencias. Desde el primer momento en que pusimos un pie en aquel lugar, fuimos víctimas del mal tiempo. Dos largos e interminables días de lluvia nos esperaban para "pasar por agua" nuestro afán de turismo.
El primer día llegas descolocado a eso de las 9 de la mañana, atrasas el reloj una hora por aquello del "allí donde fueres haz lo que vieres", y te dispones a recorrer media ciudad en subterráneo para llegar hasta tu hostal. Del metro de Oporto decir que no tiene torniquetes para acceder al andén, así que la mitad de los viajes he de confesar no haberlos pagado, y aún después de todo, no arrepentirme de haberlo hecho.
Una vez que sales del metro, te das de bruces con las muy seguramente desafortunadas condiciones climatológicas del día que has elegido para viajar: una incesante y, por qué no decirlo, estresante lluvia, muy en términos turíscos, te recuerda que deberías haber cogido un par de zapatos de más para viajar. Callejeas gracias a google, y encuentras tu hostal. Una mujer muy maja que no sabe español, ni falta que la hace siendo portuguesa, te explica muy amablemente que no puedes entrar a las habitaciones hasta las 3 de la tarde. Obviamente dejas los trastos y vas a dar una vuelta por la ciudad, siempre acompañado de tu guía turístico climatológico.

El centro de Oporto no es un lugar especialmente bonito; no impacta por ningún motivo arquitectónico en especial, y si comparas sus calles con las de Madrid te das cuenta de que las comparaciones son odiosas de verdad. Después de haber visitado el centro turístico de la ciudad en busca de un plano en condiciones, y de haber comido patatas fritas y mañanitos como sustento principal del día, regresas a tu hostal y entras a tu habitación. Todo muy limpio y muy apañao, con aire acondicionado, televisión analógica y por supuesto cuarto de baño en cada habitación.
Era un hostal de cuatro pisos, en el que toda la cuarta planta era hostal fantasma con habitaciones quemadas y sucesos fantasmagóricos. En la tercera planta, además, había un pasillo muy estrecho con una puerta sin pomo escondida de las demás, haciendo una clara alegoría a la película del resplandor. En mi habitación no había televisión, motivo por el cual no dudamos en robarla de aquella que encontramos más a mano, para al menos fardar de medios cuando volviesemos a madrid.
Hay un momento personal justo en los instantes posteriores a que te den la habitación, en el que te tumbas boca-arriba en la cama y no puedes evitar pensar "y yo qué demonios estoy haciendo aquí" y, así como podías imaginarte, nunca alcanzas a encontrar la respuesta. Miras el reloj y lo que en casa habrían sido 45 minutos, en Portugal se traducen en cinco. Tienes la sensación de que el tiempo no pasa, que los días son eternos y que aquella primera jornada no se acabará nunca; y eso unido al hecho de que te has levantado a las 5 de la mañana para ir al aeropuerto hace que con el tiempo que llevas despierto, en tu vida normal habrían pasado ya dos o tres días. Cuando pasan las 6 de la tarde vas a cenar dando una vuelta al primer centro comercial que encuentras, y comes aquello que te permite el ajustado presupuesto del que dispones.
La gente está de buen humor, y haces bromas porque te sientes medianamente, y digo bien, medianamente agusto con todo el mundo, aunque haya cosas que te gustaría que fueran de otra manera. Me faltaste desde el primer momento, aunque no esperaba que estuvieras allí desde que cogiésemos el avión. Tu interminable día llega a su fin con dos largas horas jugando a las cartas, donde tu aburrimiento crece, tu paciencia se agota y tu fijación por ella te golpea repetidamente en la cabeza acompañada del sonido de la cadena del vater mientras ves cómo la complicidad de un año de relación rota se va alejando por las cañerías. Ella lo superó pero tú no, y ahora debes pasar lo que parece ser demasiado tiempo mirándola de reojo en busca de una sonrisa.

Es entonces cuando por fin te acuestas, cierras los ojos en aquella habitación mientras te encuentras tapado por mil mantas y comprendes arropado por el silencio de la noche que fue un error haber ido.