La habitación de los espejos


Me encontraba en aquella inmensa habitación, al parecer por el eco que producían mis pasos en contraste con el silencio de la sala. El techo que me cubría poseía una altura de al menos 40 metros, con un enorme tragaluz en forma de cúpula, justo en mitad de la sala, que permitía que entrase la luz de aquella noche estrellada.

Caminé temeroso, rodeado de enormes espejos de diferentes formas, que se alzaban de manera caótica por toda la habitación. Su altura era desproporcionada en consonancia con el recinto, lo que provocaba que, a mis ojos, allí donde mirase sólo hubiera reflejo. Contemplé detenidamente cada una de las visiones de mi yo adulterado que la sala me otorgaba: cada uno de los cuerpos desfigurados de enormes, finas y largas manos, de cintura estrecha, encorvados, y rostro puntiagudo; cuerpos descomunales de brazos enormes, gordos, inmensos, que acaparaban todo cuanto existía a su alrededor; cuerpos enanos, apenas visibles, que se retraían sobre sí mismos y parecían ocultarse a la luz con sus cortas piernas; cuerpos que marcaban figuras geométricas en picos y curvas, que resultaban cambiantes e irregulares.

Atravesando aquella habitación, descubrí un espejo distinto de los anteriores, situado de cara al resto de la sala. Era un espejo plano completamente normal, que debía reflejarme como era en realidad. Me acerqué a él, temeroso debido a su tamaño, y su aparente fragilidad. Alcé los ojos ante él, y su imagen dibujó mi figura pero esta vez, en su reflejo, no me encontraba solo. Detrás de mí se reflejaban todos aquellos personajes desfigurados y monstruosos, imágenes producidas por los espejos del resto de la sala, situadas justo a mi espalda.
Ellos me observaban, clavaban sus ojos en mí; miraban en mi interior con sus rostros desencajados mientras sonreían, como si fuesen tan reales como mi propia imagen.

Apreté los ojos contra mis manos, y me senté en el suelo.
Aquella visión me había trastornado; me buscaba entre aquellos rostros esbozados en mi mente y no lograba encontrar mi verdadero reflejo. Algo se apoderó de mí, y caí en la locura; me levanté rápidamente del suelo, y golpeé con todas mis fuerzas el enorme espejo plano, de cientos de rostros, que cegaba mi razón. Éste se tambaleó durante unos segundos, y cayó al suelo de espaldas, rompiéndose en mil pedazos.
Respiraba apresuradamente, mientras recogía una barra de metal de los escombros, que había formado parte de los contrapesos de la estructura; con ella fui destruyendo todas aquellas abominaciones de mí mismo una a una, mientras se deshacían en miles de cristales por toda la habitación. El suelo se llenó de pedazos de cristal, con excepción del centro de la sala, bajo el tragaluz, que quedó libre de éstos una vez hube quebrado todos los espejos.

De mis ojos cayeron lágrimas; no lograba recordar cuál era mi verdadero rostro; no recordaba cuál era mi verdadero cuerpo. Permanecí allí, inmóvil, tratando de recordar, hasta que miré al suelo. Allí se encontraba mi verdadera forma, mi sombra, que se proyectaba justo debajo de mí gracias a la luz de la luna que entraba por el tragaluz.

Permanecí horas mirándo mi oscuro reflejo sin rostro, aquel que no era capaz de clavar sus ojos en mí; aquel que sólo la luz de la luna podía mostrarme; aquel que contenía a todos los demás, aunque su oscuridad me impidiera verlos.