La Familia
Entonces comenzó a correr como alma que lleva el demonio, perseguido por aquella ingente manada de tortugas asesinas. Estaba aterrorizado, y ellos lo sabían; podían oler su miedo.
Dos kilómetros más tarde, las fuerzas del pequeño Timmy comenzaron a flaquear; poco a poco, exhausto, fue perdiendo terreno con sus perseguidoras. Ellas no tardaron en llegar hasta él y... y... el pequeño fue deborado allí mismo. Timmy, mi pequeño Timmy, fue deborado por aquella manada de tortugas.
...
Escúchame lo que te digo, Davidenchio; ojo por ojo. Vengaré la muerte de mi hijo con la sangre de esos malditos hombre-tortuga.
Pero Sacrestanni, los Tortuguelli son una familia demasiado poderosa. Sus hombres se cuentan por cientos en este lado de la ciudad; sería una locura entrar en una guerra entre familias, ¡una locura!
Ah, ah; silencio, Davidenchio; aún eres joven para entender: en la familia el honor lo es todo. Ahora acompáñame, hemos de comprar algo de fruta para vuestra madre.
Bajamos del coche, y nos acercamos al puesto de venta de fruta. Nos encontrábamos en el mercado del suroeste de la ciudad, el cual abarcaba una enorme calle, y sucesivas ramificaciones adyacentes. Comenzaba con los puestos dedicados a la venta de comida y víveres, y se diversificaba entre utensilios de cocina, artículos para el hogar, libros, o ropa. Todo el mercado estaba lleno de gente, que intentaban llevarse los productos al mejor precio. El bullicio era ensordecedor, sobresaltado por los anuncios de los mercaderes que pregonaban sus productos a voz en grito,"¡las mejores patatas de la ciudad, ahora tan sólo dos pesetas!". Multitud de mendigos se agolpaban en los aledaños de los puestos de comestibles, esperando la limosna de los comerciantes y compradores.
Comenzamos a caminar hacia el puesto de fruta, siendo objeto de todas las miradas. Sacrestanni era un hombre importante; un hombre con y de buena familia, respetado y admirado por todos... o casi todos. Su corpulencia y altura le daban un aspecto imponente, que amedrentaba a todo aquel que tratara con él. Era un hombre de maneras educadas, pero frío y lejano en el trato. No obstante, se había ganado la fama de "ser amigo de sus amigos", lo que hacía que sus negocios fueran tratados siempre, más que como un simple trámite entre dos hombres, como un "pacto entre caballeros", digno de toda confianza y respeto.
Esta vez iba ataviado con un grueso abrigo negro, largo y de corte recto, que acentuaba aún más su altura, y le daba un aspecto más señorial, pero a la vez más cercano.
Haz tú las compras para tu madre, yo he de atender unos asuntos.
Y sin mediar más palabra se acercó al dependiente, el cual le saludó quitándose la sucia y roída boina de la cabeza, y besándole en la mano. Por como vestía, el mercader no debía atravesar un buen momento, ya que su ropa estaba hecha arapos, y su gesto era de una continua ansiedad y nerviosismo. Ambos entraron al local de la frutería a la que pertenecía el puesto, que se encontraba situado justo detrás de éste.
Yo me quedé comprando la fruta que me había sido encargada por mi madre. Le pedí al chico jóven que hacía las veces de encargado, que me sirviera medio kilo de albaricoques. Mientras él iba metiendo la fruta en una pequeña bolsa marrón de papel, escuché un grito cerca de allí.
Una mujer mayor, la propietaria de un pequeño comercio de legumbres, gritaba y sollozaba mientras veía cómo un grupo de cuatro hombres-tortuga destrozaban su puesto a patadas y empujones. Nadie paraba a auxiliar a la anciana, todos sabían que era mejor no meterse en problemas que no les concernían. Mientras tanto, los hombres-tortuga reducían a escombros el trabajo de la mujer, y esparcían toda su mercancía de lentejas y judías por el suelo.
"Crees que puedes reirte de nosotros, ¿estúpida vieja?", espetaron. "Así aprenderás quién manda".
Uno de los hombres-tortuga abofeteó a la mujer, que cayó al suelo. En ese instante, eché a correr hacia la anciana. LLegué hasta ella, y cogí su cabeza entre mis brazos; estaba sangrando. "Más le vale tener el dinero la próxima vez" dijeron, y comenzaron a alejarse lentamente. Tres de ellos subieron a un coche negro, que les estaba esperando; el cuarto se quedó de pié unos segundos, justo antes de entrar al coche, mirándome fíjamente a los ojos. Nuestras miradas se cruzaron durante unos instantes, vacilantes. Aquellos ojos oscuros y saltones del hombre tortuga se clavaron en mi cerebro; su cuerpo era parecido al de un humano, pero su color era de un verde muy oscuro. En las manos podría adivinarse algo parecido a pequeñas garras, unos dedos muy finos que terminaban en puntas afiladas. Su rostro era aún más oscuro que el resto de su cuerpo; tenía unos grandes ojos saltones, y toda su tez iba a acabar en una nariz saltona. Sus orejas eran chatas, casi inexistentes, y carecían completamente de pelo. Todos portaban un caparazón a la espalda, que llevaban visible por fuera del traje.
Aquellos instantes parecieron horas hasta que por fin aquel hombre-tortuga subió al coche y se hubo marchado. La anciana, aún temblorosa, me pidió que la llevara dentro del local, con su hija. La tomé entre mis brazos, y abrí la puerta de aquella tienda.