Un mundo lleno de mentiras


         Pericles no era un mono normal. Pericles podía hablar. Y como ya decían en la película de Spiderman estrenada hace unos años (la cual pareció no gustar), todo gran poder conlleva una gran responsabilidad. 

         Érase una vez un diente de león de color negro. Éste no era una diente de león normal (y no solo por su inusual color), ya que los dientes de león normales vuelan con el viento pudiendo así recorrerse el mundo entero. Se escabullen inalcanzables de las manos curiosas de los niños, y se elevan hasta el universo flotando en el aire. Algunos atraviesan la atmósfera llegando a otros planetas o quedándose encallados en satélites o sondas espaciales. Otros, los más nostálgicos, deciden morir en los bordes de las aceras o en jardines, tras haberse aventurado a adentrarse en las fosas nasales de algún inocente peatón intoxicado.
El diente de león que Pericles conoció, sin embargo, era especial. No podía volar (además de ser negro), y por ello estaba triste. Dada su mala fortuna, aquel diente de león se había tornado malévolo y mezquino. Le deseaba el mal a todo el mundo, en especial a los otros dientes de león que hacían cosas guays y disfrutaban de la corta vida felino dental. Por eso, un día este diente de león decidió crear una nave espacial intergaláctica a la que llamó "estrella de la muerte", capaz de destruir planetas enteros y, con éstos, a los estúpidos dientes de león comunes y guarros a los que él llamaba "hijos de puta". El diente de león diseñó la estación espacial, y se propulsó al espacio desde donde estaba previsto llevaría a cabo sus malvados planes. 

       Davidopoulos estaba un día más sentado delante de su ordenador, escribiendo basura para lograr vaciar su cabeza y poder así conciliar el sueño. Pensaba en todo aquello que se avalanzaba sobre él y que no podría evitar. Pensaba en humo que se desvanecía entre sus dedos cuando intentaba aferrarlo. Creía que sus manos bastarían para poder sostenerlo, pero se equivocaba. La única forma de preservar aquel humo era confiar en que por sí mismo permaneciese entre sus manos; era hacer que la elección de aquel humo fuese permanecer con él. Los mil y un dilemas sobre historias sin principio ni final podían escucharse ahora lejanas, apenas audibles bajo las aguas. Y mientras Davidopoulos se hundía y el humo ascendía en forma de burbujas, comprendió que debía aprender a nadar. Pero, ¿cómo? 

       Tumbado en aquel diván, hacía años que no ejercía la psicología. La puerta se encontraba cerrada por fuera y, dentro de la sala, las largas conversaciones sobre el "todo" habían sido sustituidas por largos ecos de suspiros. Ya no había espacio allí ni siquiera para él mismo. Había olvidado su propia lengua.

      Nadie siempre fue un chico muy tímido con las mujeres. Cuando había alguna en el grupo, él simplemente se limitaba a asentir con la cabeza cuando le mencionábamos activamente, o a esbozar muecas ininteligibles que no nos aportaban ninguna información sobre sus apetencias. Cuando existía una alta probabilidad de que alguna chica se dirigiese a él, fingía curiosidad por lo que le rodeaba, evitando así el contacto. Aparentaba mirar los pájaros, los edificios, o contemplar las estrellas. Esperaba con esto disimular su mutismo, escalón que siempre creyó le era imposible de superar. Todos menos ella sabíamos ya cuánto la amaba tiempo antes de morir.