La flor del cerezo y otros cuentos inacabados



Desperté en mi cama. Solo.

Era de noche. Demasiado de noche como para plantearme la posibilidad de que estuviera remotamente próxima la hora de levantarme. Me incorporé con pesadez para mirar por la rendija de la ventana, junto al cabecero de mi cama. Me gustaba mirar la calle de madrugada, mientras todos dormían. Sentía que, de esta forma, yo podía ver algo que los demás no podían. Eso me hacía sentir especial. 








rase una vez que se era, una bella princesa de grandes senos que
vivía atrapada en un horripilante castillo custodiado por un maligno Diente de León. La belleza, simpatía y curvas de la muchacha habían conquistado el corazón del joven Davidopoulos. El chico, corto de miras, torpe, gandul y de paupérrimas virtudes, se había propuesto liberar a la princesa de su prisión/opresión/yugo/corsé, para así conquistar su amor eterno y sus -a priori- serviciales dotes sexuales. 

Enfundado en su reluciente armadura de caballero andante y a lomos de su mono parlante Pericles, Davidopoulos recorrió las inhóspitas tierras del reino hasta llegar al castillo de su amada. Una vez allí, irrumpió en la fortaleza cual fiera embrutecida y comenzó a asestar certeros mamporros con su mandoble a toda la ornamentación del lugar. No tardó en encontrar unas extrañas baldosas de un color rosa pálido, sin duda cargadas de una feminidad y una delicadeza únicamente dignas de una princesa. Siguió a todo correr el camino marcado por estas baldosas para, en lo más alto de la más alta torre, encontrar los aposentos de su doncella. Una vez dentro, encontró a la chica dormida en su lecho, aguardando muy probablemente un beso de amor verdadero. Davidopoulos se quitó el yelmo, apoyó una de sus rodillas en el suelo de la alcoba y aferro de ambas manos a su amada para bersarla." 

-¿Y qué pasó después?
-No lo sé, aquí se acaba el cuento. Creo que hay que descargarse la segunda parte o algo así...
-Jo, papá yo quiero saber cómo acaba... ¡no podré dormir si no sé cómo acaba! ¡Papá por favooor!
-Está bien, no te preocupes. Has tenido mucha suerte, ¡porque papá conoce el final de la historia!
-¡¡¡Bieeeeeeeen!!!! -gritó el pequeño, entusiasmado.
-De acuerdo, por dónde íbamos... ah, ya recuerdo...

"Davidopoulos se inclinó para besar a la princesa cuando, de pronto, el malvado Diente de León entró volando desde uno de los enormes ventanales. "¡No te llevarás a mi princesa, es mía sólo mía!" Gritó el Diente de León, enfurecido. Davidopoulos desenvainó su espada una vez más y luchó contra éste con una habilidad nunca vista en él. Ambos combatieron con furia y tesón por la mujer, que continuaba dormida en su lecho. La batalla les llevó escaleras abajo de la torre, hasta parar en las catacumbas del castillo. Espada en mano Davidopoulos se defendió al borde de un foso lleno de termitas salvajes devoradoras de caballeros".

-¡¡Davidopoulos es supervaliente!!-dijo el chico, con los ojos como platos.

Largo tiempo duró la pelea, hasta que Davidopoulos le asestó un golpe certero al Diente de León, que cayó al foso para ser despachado por las termitas. Victorioso, nuestro caballero volvió a subir corriendo hasta la más alta torre, para besar por fin a su amada. Pero, cual fue la sorpresa de Davidopoulos al encontrarse a Pericles, su mono parlante, arrodillado frente a ella. Pericles besó a la chica, que despertó sobresaltada. Tal susto recibió al ver la cara del mono nada más abrir los ojos, que se puso en pie de un brinco y, aterrorizada, se arrojó por la ventana. "¡¡¡Noooooo!!!" gritó el caballero, que fue corriendo a asomarse al ventanal, decidido a ir tras ella. Para su sorpresa, no vio el cuerpo de la chica sino un cerezo enorme justo donde ella debiera haber caído, en el patio del castillo. Sus flores eran de un color rosa pálido, delicadas y femeninas. Unas flores que desde entonces tiñen la primavera del olor de la fragancia de aquella doncella de grandes pechos.




Antes de marcharse, Davidopoulos robó almohada de la chica. A fin de cuentas, ya no la necesitaría. Fue algo completamente premeditado. Y es que no era una almohada normal, únicamente rellena de plumas de ganso o de tejidos de algodón, no.
Según cuenta la leyenda, ella tenía la costumbre de pedir un deseo con cada pestaña que escapaba de sus ojos. Se colocaba la pestaña en la yema del dedo índice y, una vez había formulado su deseo, la guardaba en una bolsita pequeña de color morado que guardaba a buen recaudo en su escote. Al finalizar el día, introducía delicadamente la pestaña en el relleno de su almohada. Así, de alguna forma, unía el deseo a sus sueños, igual que si vertiera un pequeño vaso de agua en un mar infinito.

Desde entonces, el torpe y gandul Davidopoulos se dedicó a dormir y vaguear. Pasaba horas y horas tumbado en su cama, con los ojos abiertos. Nadie supo por qué, pero dicen los que le conocieron que sólo recostado con aquella almohada era capaz de sentir cómo sus tímpanos vibraban con cada latido de los deseos perdidos del corazón de su amada. Deseos que por siempre velarían sus sueños.


-Y ahora, ¡a dormir valiente caballero! 
-Buenas noches papá.
Dijo el pequeño para, con una sonrisa, cerrar sus ojos.