Acostumbrábamos a ir a los acantilados. Nos sentábamos con los pies colgando al abismo y la mirada perdida en el mar infinito. Frente a nosotros se extendía un inmenso todo y, a la vez, una nada desprovista de alma. Una tarde de tonos oro y rojizo, mientras el sol desaparecía dando paso a la oscuridad, ella me preguntó:
-David, ¿crees que dejaremos de mentirnos?
-Nada en mí es puramente verdad. Aun así no te miento; nunca lo he hecho. Confiar en mí es avanzar por una cueva envuelta en tinieblas con los ojos cerrados.
-8-