Tormenta de verano


El cielo era gris. Unos nubarrones oscuros precedían lo que muy seguramente sería una tormenta de verano. Sin embargo, no llovía. Y con cada minuto en que las gotas de lluvia permanecían acechantes en lo alto de las nubes, su dolor de cabeza iba en aumento.

Hasta que le explotó.

Todo se llenó de trocitos de su cerebro. Del cráneo en forma de cráter comenzaron a escaparse las ideas, pequeños bichitos que corrían ansiosos tras liberarse inesperadamente de su prisión. Después salieron los sueños, fantasmas hechos de vapor que se colaron por debajo de las rendijas de las puertas y las ventanas y se marcharon flotando hasta las nubes. Y por último salieron los deseos, con la forma de gigantescas arañas negras de enormes patas; éstos caminaron lentamente y en silencio, entraron en el dormitorio y se escondieron debajo de la almohada.

Desde entonces no tiene cabeza para pensar en sus antiguos problemas, es capaz de atrapar las ideas que sabe se ocultan en cualquier lugar, se deja calar con la lluvia de sueños que hace girar al mundo y, cada noche, permite que hasta sus más oscuros deseos tomen forma en su alma.



Cuando se lo conté a Pericles me dijo que debería componer una canción con la historia. Luego me abofeteó.
Permanecí allí de pie mirando por la ventana, sin decir una sola palabra.