La quinta edad de los hombres
Desperté en mi cama. Solo.
Desperté en mi cama, pero no en mi habitación. Desperté en un albergue lleno de gente que parecía dormir profundamente. Aún no eran indigentes ni drogradictos. Aún no habían recurrido a las malas manías y a las peores maneras para ocultarse a sí mismos de sus problemas y a sus problemas de sí mismos. Aún se creían normales; aún creían que la normalidad existe.
Me paseé entre las camas observándoles como si fuera un carcelero admirando sus estúpidos trofeos. Cuando llegué al final de la sala tuve miedo. Cuando llegué al final de la sala tuve miedo por estar despierto; tuve miedo por tener los ojos abiertos en un mundo irreal rodeado de personas irreales. Entonces caí en la cuenta de que fuera diluviaba.
La lluvia calaba el techo y las paredes y poco después comenzaba a llover también dentro de la habitación. Ellos seguían dormidos, pero no soñaban. Yo mismo hacía años que no podía soñar. La lluvia seguía cayendo y me resbalaba por la nariz, goteando al suelo de madera. Ellos seguían dormidos mientras la lluvia les empapaba. Traté de despertarles, pero no pude. Quizá no pudiesen despertar en mi mundo.
La enorme puerta de la habitación se abrió con gran estruendo. Dos hombres altos como el cielo y vestidos con ropajes de hierro entraron a la sala y me asieron de los brazos. Me alzaron en volandas y me llevaron con ellos hasta el patio exterior del albergue, donde me arrojaron al suelo embarrado. Diluviaba. Los hombres se marcharon y me dejaron allí solo, bajo el manto plomizo.
Me pregunté qué habría sido de ella. Quizá siguiese durmiendo dentro, o en cualquier otra parte.
Me pregunté qué habría sido de mí. Quizá siguiese durmiendo dentro, con ella, o en cualquier otra parte.
Desperté en mi cama. Solo.
Me dolía la cabeza.