Cinco años en Oporto (IV)

CAPÍTULO 4

Por primera vez desde que estás en Oporto no te despiertas sobresaltado; los golpes en la puerta retumban en tu cabeza avisándote de que ya es la hora de bajar a desayunar. Pero tú hoy no estás por la labor. Te giras e intentas volver a dormir desesperadamente mientras oyes cómo tu compañero de habitación expresa su negativa a bajar al comedor en forma de ronquidos. La conciencia de una mañana de ayuno no te deja dormir, y junto con tu colega bajas a toda prisa al comedor justo cuando el reloj toca la hora límite. Obviamente ya no queda nada y, si te descuidas, nadie. Aquella mañana desayuné un vaso de leche con pseudo-colacao y un pedazo de pan; eso es innegable hasta para el mayor criminal.

Aquella mañana fuimos al puerto, a ver la zona del paseo marítimo, aunque también os digo que no es algo espectacular. Tardamos una eternidad en llegar hasta la costa desde el centro, donde estaba nuestro hostal, ya que el metro hace las veces de lo que aquí en Madrid es el "metro ligero", y en su camino por las calles tiene unas cuantas paradas que alargan la espera. Comimos nada más llegar, ya que todos tenían hambre y en Portugal se come a la una de la tarde. Como era obligación, pasamos a un restaurante y la mayoría de nosotros pedimos pescado, que es lo típico y supuestamente lo más rico si estás al lado de un puerto. Tardaron en servirnos cerca de 50 minutos; y claro, los portugueses son más calmados; pero no intentes que 10 españolitos esperen pacientemente sentados a su mesa sin armar bulla y quejarse sobre todo si están hambrientos. Yo pedí merluza, ya que no encontré otra cosa mejor, y la verdad es que estaba bastante buena y era un restaurante de estos que no te dejan el plato a medio llenar. Aquí no acabó la cosa ya que intentaron cobrarnos un plato de más que no habíamos pedido, y nos metieron 26 panes en la cuenta, que no dudamos en reclamar. Nos dieron la factura hasta tres veces, y en la última nos apuntaron el dinero en un papel suelto para que no pudiéramos volver a decirles nada.
Estuvimos andando por la playa el resto de la tarde, y espantamos a las gaviotas que se apostaban en las rocas. Se notaba que había más o menos gente visitando aquella zona de Oporto, y no andabas 10 minutos sin cruzarte con nadie que no hablase español. Estuvimos un buen rato sacándonos fotos, y eso teniendo en cuenta que odio sacarme fotos, y cogimos el autobús para volver al hostal.
Nos pusimos guapos y fuimos otra vez al Chimarrao, porque coincidía que era el cumpleaños de uno de nuestros amigos, y le íbamos a invitar a cenar. Le ridiculizamos un poco delante de todo el restaurante cantando el cupleaños feliz como es natural en estos casos, y nos pusimos como cerdos de grasa. Me lo pasé especialmente bien con un amigo mio, que estuvimos pasándonos comida de un plato a otro toda la cena; actuamos como cerdos, y eso para mí es sentirme en mi salsa, como volver por un segundo a casa.
Volvimos al hostal y continuamos nuestro ritual de jugar a las cartas. Esta vez habían comprado mucho vino, y había que beberselo porque sobraba. Yo aprendí a no beber en las situaciones difíciles, y a mantener la cabeza fría. No he escrito nada sobre ella hoy porque quería llegar a este lugar; fue esta noche cuando viví uno de los momentos más "reveladores" de todo el viaje, y que más me marcarían después.
Empezamos jugando a las cartas en la habitación de unos amigos como cada noche. Tú estabas sentada en la cama como lo estabais todos, y yo me quedé en una especie de mueblecito porque no entrábamos en los dos colchones. Mi asiento era más alto y estaba muy cerca del borde de la cama. A los pocos minutos vieron un bicho, un ciempiés de lo que debía ser dos metros de largo, a juzgar por la reacción de todos los que llegaron a verlo. Tú saltaste encima de la cama y te pusiste de pie, y decidiste no bajar hasta que le hubieran dado muerte. Movieron las camas y levantaron los colchones; fuiste pasando de uno a otro según los quitaban, para no tocar el suelo. Todos estaban de broma, pero yo ya estaba algo cansado. Cuatro días allí eran mucho para mí. Estar contigo durante el día y sentir que evitabas el momento de encontrarnos, ver cómo hablabas tan amistosamente con todo el mundo y reías disfrutando de cada segundo mientras yo fingía que no me importaba, era algo que me quemaba cada día más. Demasiado tiempo viendo llegar las noches con su ritual, hora tras hora, manteniendo una falsa sonrisa de felicidad. Demasiado.
Empezaste a girar sobre tí misma, y aquel amigo tuyo empezó a cantar como si estuvieses bailando un vals; movidos por el ambiente de fiesta del momento, el chico subió a la cama y empezó a bailar contigo allí, en tono de risas, mientras yo permanecía sentado a escasos dos palmos de vosotros. El tiempo se detuvo y se hizo el silencio. Entonces alcé la vista y te vi allí, sonriente, mientras bailabas despreocupada con aquel amigo tuyo que había hecho tantas veces de apoyo para tí. La escena bien podría perecer de burla y sátira, estabais justo en mi cara, a modo de reprimenda por haber roto lo que teníamos, pero lo peor es que no era así. Desee haber sido yo aquel que hubiera podido estar allí contigo. Comprendí que cada acto tiene sus consecuencias, que cada palabra que decimos cuenta y que en ocasiones vale la pena pensar dos veces las cosas antes de moverse sin cabeza. Allí estaba yo, sentado en aquel mueble viejo de un hostal en medio de Oporto cuando me dí cuenta de que te había perdido. Aquello lo había causado yo, de aquel colchón había bajado yo solo. Sentí los ojos de muchos en aquellos instantes, y unos segundos después todo terminó. La "fiesta" siguió como si nada, y mataron al bicho que, sin quererlo, me había otorgado una de las mayores revelaciones de esos días.
Un tiempo después todo hubo terminado, y los que quedabamos sin querer acostarnos (yo uno de ellos, cómo no) seguimos hablando en mi habitación. Tú decidiste acostarte, y te fuiste sola a tu cuarto. No sé si en realidad aquel hostal era mágico o no; no sé si concedía los deseos, o te daba el valor de hacerlos realidad, pero lo cierto es que después de todo aquello, no podía acostarme sin el abrazo que me había prometido a mí mismo.

Bajé las escaleras y temblando llamé a tu puerta por primera vez, pero no contestaste. Me di la vuelta con una mezcla de alivio y tristeza, y justo cuando iba a volver a mi habitación me paré en seco. Pensé en pronunciar tu nombre para que supieras que era yo el que llamaba a tu puerta. Dudé un segundo, y volví a bajar los escalones. Esta vez me contestaste desde dentro, y me abriste la puerta. De lo que en ese cuarto se habló, no será contado en este blog; eso se quedará en tu recuerdo y el mío. Tan sólo diré que allí reconocí a la chica de la que me había enamorado tiempo atrás, y supe que quizá, aunque pudiera ser sólo por el momento, y aunque ahora la necesitase más que nunca, ella no estaría allí para mí. Siempre pensé que las lágrimas purificaban el alma, y yo hice la penitencia de mi juventud en aquella habitación.

Volví a mi cuarto minutos después con un gesto de alivio. Necesitaba aquel tiempo contigo, y no podía irme de allí sin él. Recogimos lo poco que quedaba de comida y bebida y nos acostamos. No mencioné una palabra de lo que había vivido, y mi compañero creyó que era justo que me lo reservase. Pedimos nuestro último deseo, que fue poder abandonar la habitación una hora más tarde, a las doce, y cerramos los ojos para dormir. No recuerdo lo que soñe aquella noche, pero por fin tuve la sensación de que todo aquello había valido la pena; sólo por ti.