En el Infierno.- Capítulo 1


Y al ver sus ojos anegados en lágrimas por la muerte de su gato, decidí hacer aquello que todo hombre en su sano juicio haría en mi misma situación: vender su alma al diablo.

El plan era perfecto; vendía mi alma al diablo y bajaba al infierno a buscar a ese pequeño animalejo que, como todos sabemos, formaría parte seguramente de la horda gatuna de adoradores del demonio en su octava vida.
Los gatos son los siervos del demonio en todas las fábulas habidas y por haber, todo el mundo lo sabe. Con esos ojos horripilantes y esas uñas preparadas de forma natural para marcarte los muebles y desgarrarte las cortinas. Si hubiese un sitio donde un gato se sintiese como en casa, ese sería el inframundo.

Pues aquel mismo día redacté un contrato perfectamente estudiado, por el cual vendería mi alma al demonio por tres días de estancia en el infierno, con la posibilidad de traerme de vuelta al pequeño felino que considerase oportuno. Justo cuando terminé de redactarlo y firmarlo, apareció a mi lado un extraño ser de capa negra, guadaña con el filo de Albacete y cuerpo esquelético, que me aseguró encargarse de hacer los trámites como representación de lo tenebroso. La verdad es que era un personaje muy simpático, con el que me estuve tomando un café y discutiendo sobre la paz y la guerra en el mundo.

Al darme cuenta, estaba cayendo por un largo túnel que parecía no tener fondo.
Cuando recuperé la conciencia me encontraba en un gran patio interior de piedra, bañado por la luz de una enorme luna que brillaba color plata en el cielo, y unas antorchas ardiendo colgadas de las paredes. Justo delante de mí había una enorme fuente de piedra, en la que el agua brillaba de forma intensa debido al reflejo de la noche. Detrás de ésta, se encontraba una monstruosa puerta de mármol oscuro, con una inscripción de un rojo vivo, que rezaba "Detrás de la Muerte".
Cuando me hube levantado, caminé decididamente hacia la puerta, hasta que algo llamó mi atención. Había una chica con los cabellos de un rubio intenso y un precioso vestido blanco que me miraba sentada en el borde de la fuente. Me acerqué a ella temeroso, llevado por la curiosidad y el hermoso aspecto de la joven, de una belleza sin duda no terrenal.
"No tengas miedo de acercarte a mi" me dijo pausadamente; "¿por qué has venido a este lugar?.
"He venido en busca de un gato", dije; "he vendido mi alma por tres días en el infierno, para traer de vuelta conmigo a la mascota de una chica, y así consolar su llanto".
"Algunas lágrimas no necesitan consuelo" me replicó ella mirándome fijamente con unos enormes ojos; "ve por él si es lo que deseas".
Comencé a caminar hacia la puerta, y me detuve escasos pasos de ella. Miré hacia atrás, pero la joven ya no estaba allí. Suspiré, y de repente una de las enormes puertas se abrió un par de centímetros.

Dentro todo estaba oscuro; caminé hacia delante a tientas sin poder ver nada, esperando chocar con alguna pared de piedra, o tropezar con un improvisado escalón. A los pocos minutos de andar sin sentido, algo agarró mi mano. "No deberías caminar por aquí tú sólo", dijo; y menos con esos ojos. Me agarró la cabeza y me pringó la cara y los ojos de algún extraño ungüento. Poco después recobré la vista. Me encontraba en un pasillo enormemente largo y muy ancho. Junto a mí, había una chica con un extraño gorro azul en la cabeza, vestida con harapos. Unos mechones de pelo castaño rizado sobresalían por todas partes en su sombrero y, por su gesto, no parecía estar muy contenta. "Vamos, camina" me espetó a la vez que echó a correr por aquel pasillo.

Yo iba a toda prisa justo detrás de ella, en lo que dejó de ser un pasillo recto y se transformó en un intrincado laberinto de corredores y escaleras. A menudo escuchaba gritos y risas a mi alrededor, voces y pasos que se acercaban a mí para alejarse segundos después.

A los pocos minutos, y tras subir lo que me parecieron unas eternas escaleras, salimos de una entrada de piedra subterránea para dar a parar en un bosque. No podía mover un músculo de mi cuerpo, así que me quedé un rato jadeando agachado justo al lado de un enorme árbol. Continuaba siendo de noche, pero en esta ocasión no había ninguna luna en el cielo, y tampoco podía distinguir las estrellas. Era como si estuviese justo debajo de una gran bóveda negra que lo cubriese todo. El aire era frío, y en seguida sentí un intenso dolor abdominal por culpa del esfuerzo que acaba de hacer. Apenas podía respirar; jadeaba. Me giré hacía la chica que me había sacado de allí, pero algo me golpeó en la cabeza al alzar el rostro.