Mañana tengo un examen incierto; uno de esos que ni siquiera alcanzas a saber cómo llevas. Estudias durante horas; te lees interminables libros, en los que en cada página te aguarda una idea más previsible, inútil y mortalmente aburrida que la anterior, tan sólo para acallar la conciencia y cargar el subconsciente con basura inservible que vomitarás el día del examen.
Mañana iré allí mal preparado; esperaré que la suerte juegue a mi favor, para hacer una buena quiniela en el test malicioso que perturbadas mentes ingenieriles han maquinado para mi. Me copiaré del vecino que aparente más tranquilidad, y buscaré errores en las preguntas para reducir mi margen de error al marcar a ciegas. Eso, en la teoría, porque los problemas los llevo sujetos con pinzas de tendedero. Llevaré las fórmulas que me dejen llevar y, las que no, las llevaré apuntadas en la calculadora, como buen ingeniero. Me he preparado los problemas justos e insuficientes para mantenerme con vida en el caso de ser un exámen fácil; me he aprendido métodos de resolución de memoria, y hasta he creado un factor de conversión de unidades personalizado, obtenido con ingenio y poca fiabilidad, de los escasos ejercicios que me ha dado tiempo a hacer (yo apuesto por el "D" factor =12266,09).
¿Y si la cosa se tuerce? Nos buscaremos la vida, encomendándonos a aquel que tengamos más cerca.
Aún después de todo esto, estoy plénamente convencido de que voy a aprobar; y es que este no es un examen más: es una prueba de supervivencia.
Porque no siempre aprueba el que más sabe...