Mi cuerpo yacía de forma pseudoinerte en el suelo de aquel cuarto; su visión bien podría asemejarse a la esperpéntica alegoría de abandono que produciría una marioneta de hilos rotos, desechada por su titiritero al más ingrato de los olvidos.
Aquel muñeco y yo habríamos compartido el rostro burlón, ajeno; nuestros ojos vacíos igualmente habrían fijádose en el infinito; nuestras extremidades descansarían muertas y desfiguradas; y nuestra alma... armonizaría con la misma naturaleza de madera... inerte.
Pero a diferencia de aquel títere, mecido en contra de su volutad, esta vez era yo mismo quien me abandonaba a mi suerte. Quien cortaba los interminables hilos que me unían con mis sueños, nexos de unos propósitos utópicos que parecían tan lejanos como ilusorios, tan sólo posibles en un cuento de hadas; yo creí; yo aposté por ello... aún sabiendo que las hadas no existen.
Cerré la puerta de aquella habitación, me senté y tapé mi rostro con mis manos. Había vuelto a fallarme a mí mismo; había vuelto a echarlo todo a perder. No había cambiado, no había cumplido nada de lo que me prometí.
Todo seguía siendo igual... siempre sería igual; pero..., y qué más daba, no merecía la pena... nada merecía la pena. Suspiré; aparté las manos de mis ojos mientras mi mirada se perdía en niguna parte.
Metí la mano en mi bolsillo y saqué un pequeño inhalador de color negro; llevaba demasiado tiempo siendo consciente de una realidad inútil; demasiado tiempo rehuyendo del momento en que decidiera volver a escapar. Mis sentidos se cegaron, mi mente oscureció; volvía a estar en el fondo de aquel pozo.
Tomé el inhalador con las manos mientras mis ojos se anegaban lentamente en lágrimas, lo llevé hasta mi boca... y aspiré; aspiré llenando mis pulmones de su droga.
Acto seguido caí al suelo de la habitación. Mis ojos parecían observar el infinito; mi rostro esbozaba una expresión estúpida; mis extremidades caían muertas unidas lévemente a mi cuerpo; y mi alma... mi alma de madera... inerte.
Aquel muñeco y yo habríamos compartido el rostro burlón, ajeno; nuestros ojos vacíos igualmente habrían fijádose en el infinito; nuestras extremidades descansarían muertas y desfiguradas; y nuestra alma... armonizaría con la misma naturaleza de madera... inerte.
Pero a diferencia de aquel títere, mecido en contra de su volutad, esta vez era yo mismo quien me abandonaba a mi suerte. Quien cortaba los interminables hilos que me unían con mis sueños, nexos de unos propósitos utópicos que parecían tan lejanos como ilusorios, tan sólo posibles en un cuento de hadas; yo creí; yo aposté por ello... aún sabiendo que las hadas no existen.
Cerré la puerta de aquella habitación, me senté y tapé mi rostro con mis manos. Había vuelto a fallarme a mí mismo; había vuelto a echarlo todo a perder. No había cambiado, no había cumplido nada de lo que me prometí.
Todo seguía siendo igual... siempre sería igual; pero..., y qué más daba, no merecía la pena... nada merecía la pena. Suspiré; aparté las manos de mis ojos mientras mi mirada se perdía en niguna parte.
Metí la mano en mi bolsillo y saqué un pequeño inhalador de color negro; llevaba demasiado tiempo siendo consciente de una realidad inútil; demasiado tiempo rehuyendo del momento en que decidiera volver a escapar. Mis sentidos se cegaron, mi mente oscureció; volvía a estar en el fondo de aquel pozo.
Tomé el inhalador con las manos mientras mis ojos se anegaban lentamente en lágrimas, lo llevé hasta mi boca... y aspiré; aspiré llenando mis pulmones de su droga.
Acto seguido caí al suelo de la habitación. Mis ojos parecían observar el infinito; mi rostro esbozaba una expresión estúpida; mis extremidades caían muertas unidas lévemente a mi cuerpo; y mi alma... mi alma de madera... inerte.