Subí a aquel autobús consciente de haber perdido la vida por el camino. Pasé la marquesina, tiqué, y me senté en el primer asiento que vi, junto a una ausente mujer que leía una revista. No hice ni un solo ademán de acomodarme, ni un solo gesto. Según me hube sentado, así me quedé, inmóvil, mirando la pantalla de televisión que proyectaba una y otra vez las mismas noticias estúpidas del canal del autobús. Ni siquiera me sorprendí de que mis manos tuvieran un aspecto dejado, similar a las manos de los muñecos de juguetes infantiles. No era capaz de sentir, no era capaz de verme rodeado de toda aquella gente; simplemente yo era un algo que se movía de un lado a otro.
Una vez arrancó el autobús y salió a la carretera bañada por el sol, comprendí que aquel 28 de febrero hacía tiempo que había terminado.