Soñé con unas escaleras; unas escaleras de madera acompañadas de un pasamanos, que descendían en pequeños tramos dispuestos en cuadrado. Justo en el espacio que quedaba en medio de los cuatro tramos, se descolgaba una hilera de pequeñas lamparitas de luz amarillenta, una a continuación de la otra, por cada piso, balanceándose sutilmente desde el cielo a oscuras.
Soñé que bajaba esas escaleras, despacio. El lugar se encontraba sumido en el silencio; un silencio sordo y desfigurado, tan sólo quebrado por el leve crujir de los escalones de madera con cada uno de mis pasos. Continué descendiendo poco a poco, a sabiendas de encontrarme en mitad de ninguna parte, durante años.
Sentí mi alma vaciarse con cada escalón. Sentí la voluntad escapar entre mis labios a cada suspiro. Y con cada tramo, envejecí.
Al ocaso de mi vida, conseguí llegar hasta el final de aquellas escaleras. Allí, tan solo una pequeña habitación infinita, envuelta en penumbras, en la que pude encontrar un espejo de pie, de gran tamaño. Mis últimos latidos se consumieron contemplando aquel espejo, adornado de antiguos ribetes dorados, envejecidos. En él pude contemplarme a mí mismo, yacente en lo que parecía ser un ataúd de cristal. La juventud se reflejaba en mi piel, la vida era evidente; tan sólo dormía. Soñaba tranquilo aguardando la muerte tras los muros invisibles de mi féretro.
En aquel momento enloquecí. Aferré el espejo con ambas manos, y con un último suspiro logré volcarlo, cayendo sobre él. La vida me abandonó desenfocándose en mis ojos, escondiéndose en el reflejo de cada fragmento en mi cuna de cristal.
DESPIERTA
DESPIERTA