Desperté en mi cama. Solo no; con un paquete de galletas bajo la almohada. Me incorporé en mi lecho, y observé detenidamente y con gran asombro el pequeño y cuidado paquete de cookies de chocolate que me había regalado el caprichoso destino de los cojones. No tenía ni idea de cómo habían llegado hasta allí, ni de por qué no me había clavado antes el paquete en la cabeza mientras dormía, teniendo en cuenta su voluptuosa tercera dimensión. Saqué una de las galletas de su cárcel de cartón y plástico, la examiné clínicamente, y me la introduje en la boca con gesto decidido, como si tuviera que demostrarle al mundo que era un machote, el hombretón de la casa que no era casa. Poco después de que la crujiente galleta y su dulce sabor chocolateado inundaran mi plebeyo paladar de bufón, tuve la sensación de que había algo más entre los ingredientes aquél, mi tibio manjar vespertino. De la boca me saqué un pedacito de papel, a modo de galleta de la fortuna china, en el que había grabados unos intrigantes caracteres occidentales -y aclaro occidentales, ya que de haber sido de cualquier otra forma, me habría resultado imposible leer el citado mensaje, aun siendo evidente mi erudición milenaria-. Extendí el papel, entorné los ojos y leí con voz suave: "El mundo se va a acabar". Acto seguido, arrugué el maltrecho pedazo de papel inservible, y lo arrojé a la papelera que no tengo de un cuarto que no era mío.
Me duché, admiré mis genitales, me vestí y me dispuse a salir de casa. Justo delante de la puerta de la casa descubrí que había un foso sin fondo, que presumiblemente, pensé yo, conectaría con el otro lado del mundo. Me agarré al pomo exterior de la puerta -únicamente al pomo-, y haciendo un esfuerzo sobrehumano no carente de técnica y habilidad, salté el Foso del Destino. "Joder, a ver cuándo ponen barrotes" pensé. En ese instante me detuve, levanté la cabeza extrañado y dije en voz alta "pero qué cojones estoy pensando...?" Me giré, pero ya no había foso delante de la casa, sino un jardincito de florecillas silvestres con pequeños pitufos de color azul y gorros blancos. De hecho, uno de ellos se acercó corriendo hasta mí con sus pequeñas patitas y me dijo: "eres un gilipollas", así como lo estáis leyendo, pero con la voz pitufada. Sí, así. Lo miré durante unos segundos mientras éste me increpaba con el dedo corazón de ambas manos, hasta que, sin mediar palabra, lo aplasté de un pisotón. "Por hijo puta", dije. Y continué mi camino.
Poco después llegué a un banco cualquiera de un parque cualquiera y me senté. El banco estaba a la sombra. No sabía qué día era, así que le pregunté al banco: "disculpe, señor banco, podría decirme qué día es hoy?" "Que te jodan" respondió el banco. Miré mi móvil sin Internet y vi que era martes. Y allí estaba yo, un martes, sentado en aquel banco, a la sombra. Un martes a la sombra.