Cartas desde el Inframundo (VII)


         Observo la luna consternado por lo que la oscuridad le niega a mis ojos. Entonces, en aquellos instantes, el tiempo se desliga de las manecillas de mi reloj, y los engranajes del universo se detienen, inertes.
Del abandonado mecanismo que hace girar el mundo siento filtrarse un viento helado, que me congela la sangre. Mi corazón entra en ingravidez, y golpea violentamente contra las paredes de mi pecho a cada latido, arrítmico. Continúa su pálpito enajenado, presa de sí mismo, hasta que por falta de juicio el silencio acaba ahogando su respiración. Pierdo la noción del tiempo porque el tiempo deja de existir, y todo lo que me rodea, en el infinito, muere conmigo. Deja de haber un lugar para mí, me desvanezco. Me desvanezco en una nada que contiene muerte y soledad.

Y en mitad de aquel vacío, tú. Observando cómo me desangro.
Para regresar a mí.

          El silencio se rompe con un anhelo, y la nada se colma de una respiración entrecortada. El miedo prende la sangre, y el corazón arde al compás de aquél que le guía, temeroso de ensordecer de nuevo. La muerte afloja su yugo, y la sombra retrocede tras la piel. Lentamente el mundo vuelve a girar, acompañado por las manecillas de mi reloj, marcando cada suspiro.



Aparto los ojos de la luna, consciente de consumirme en su juego de sombras. Ténue, aún su luz me ilumina, reflejada esta vez en otros ojos que tímidamente se aferran a mi mano.











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