El Fin del Mundo (Parte 1)


          Y allí estaba yo, sentado en un parque cualquiera con Pericles a mi lado. No se puede decir que fuese una compañía cautivadora, ya que aunque Pericles fuera un mono parlante raramente se le escuchaba pronunciar una palabra; la mayor parte del tiempo únicamente me miraba, o se dedicaba a morder zapatillas de estar por casa. Es esta ocasión, estaba entretenido con un chupachups de cola, el cual duraría poco en ser engullido por sus grandes fauces simiescas.
En aquel parque había mucha gente disfrutando del sol pseudoveraniego. Todos eran felices y pispiretos por achicharrarse bajo el sol, como si fuera el súmmun de la vida. Mirara donde mirase, sólo veía chicos y chicas enloquecidos por los rayos ultravioleta. Incluso ella estaba allí, rodeada de gente de un planeta diferente al mío. Y es que en su pequeña galaxia existían planetas donde yo era tan irreal como un mono parlante.
Con ella viajando a años luz de mí, me parecía que mi cuerpo era translúcido. Los rayos de sol atravesaban mi piel, privándome incluso de mi propia sombra. Nadie me veía; ni siquiera yo era consciente de estar allí. Tan solo tenía a Pericles a mi lado, y algo me decía que Pericles ni siquiera era real.
        -¿A ti no te preocupa que no tengamos sombra?- le pregunté al mono. Pero no contestó. Me dio la sensación de que Pericles no sólo no entendió lo que quise decirle, sino que en realidad él nunca debió tener una sombra. En lugar del mono, fue el banco en el que estábamos sentados el que se dirigió a mí inesperadamente, con un tono de voz "resabiondo".
        -No se puede vivir sin sombra. Sin ella, la luz se escapa de nosotros y nos vuelve invisibles para los demás. Perdemos el brillo, perdemos el calor, y nos limitamos a vivir en un mundo gélido, ajenos a cualquiera e inmersos en nuestra propia oscuridad que, tarde o temprano, acaba por envolverlo todo.- La erudición y el "no sé qué" de su voz me dejó perplejo y asqueado a partes iguales.
        -¿Y tú cómo sabes eso, si sólo eres un banco estúpido al que día sí y día también le ponen culos repugnantes en la cara?- respondí, enfadado por la insinuación de lo que era un simple objeto de mobiliario.
        -Que te jodan- respondió el banco.
        -Que te jodan a ti- espeté yo.


          Poco después Pericles y yo volvimos a casa. Si era cierto lo que aquel estúpido banco del parque me había dicho, debía recuperar mi sombra y debía hacerlo pronto. No tenía ni idea de cuándo ni cómo había dejado de tener sombra. Probablemente la hubiera perdido en mi curso de Nastran-Patran, o quizá me la hubiera dejado olvidada junto con mi mochila en el autobús, y alguien me la hubiera robado. Quizá los zombies la hubiesen arrancado de mí en alguna de las últimas noches en que incluso la luna se ocultaba tras unas nubes negras. Quizá hubiese caído en alguno de los abismos que hay dentro de mí, y estuviese en el fondo de mis recuerdos esperando ser encontrada. Fuera como fuese, debía darme prisa en encontrarla, o una fría oscuridad acabaría por engullirlo todo. Le dije a Pericles que se preparara, que saldríamos a buscar nuestra sombra, a lo que él rápidamente respondió poniéndose su traje de astronauta y devolviendo sus zapatillas de estar por casa de su boca a sus pies. Pericles tenía una colección de trajes de lo más variopinta, y siempre que nos esperaba alguna aventura, elegía el más conveniente y elegante para el evento. No llegué a entender por qué en esta ocasión habría elegido el traje de astronauta, pero el amor y el cariño que le procesaba a mi pequeño amigo peludo hizo que obviara este pequeño matiz estético. A fin de cuentas, pensé, nadie se sorprendería si me viera caminar por la calle con un mono vestido con traje de astronauta ya que, sin mi sombra, ni siquiera nadie podría verme.

          Antes de salir, caímos en la cuenta de que en realidad no sabíamos a dónde nos dirigíamos. Porque aunque existían un montón de lugares donde hubiese podido perder mi sombra, no teníamos ni el menor indicio de dónde habría más probabilidad de encontrarla. Hubiéramos podido recorrernos el Inframundo de arriba a abajo, haber vuelto a asfixiarnos en el País de las Maravillas, haber buscado bajo el diván de alguna extraña consulta de psicología o habernos consumido una y otra vez en miles de sueños en los que la vida se desvanecía perdiéndose en el limbo. Pero por más que hubiéramos buscado en aquellos lugares, jamás habría tenido la certeza -ni siquiera verdadera fe- de que conociendo mi sombra como la conocía, ésta hubiera decidido aguardar mi regreso allí. Mi sombra debía estar en algún otro lugar donde se sintiese más segura, más cobijada. Debía estar escondida entre los brazos de alguien que solamente con un pequeño gesto consiguiera darle cuerda al mundo; con una mirada de complicidad; con una palabra, con un instante.
Estuvimos largo tiempo pensando, sin llegar a ninguna conclusión. Algo era claro: no podíamos permanecer allí plantados esperando que mi sombra apareciese, por lo que debíamos empezar a movernos. Sin un destino claro donde dirigirnos, sólo nos quedaban dos alternativas: una era dirigirnos hacia "ninguna parte"; si mi sombra no podía estar en ningún lugar que conociéramos, debíamos buscarla allí donde nunca hubiésemos estado, el algún lugar alejado del mundo y perdido de ojos ajenos. El único problema a esto, era que ni siquiera nosotros sabíamos llegar a ninguna parte, con lo cual ir hasta allí se convertía en poco menos que un imposible. Une vez en este punto, sólo nos quedaba buscar mi sombra más allá de todo, en lo que conocíamos como el Fin del Mundo. En realidad nadie sabía lo que había en el Fin del Mundo, y únicamente existían complicadas teorías matemáticas y dementes historias de locos que aseguraban haber llegado hasta allí. "Pronto, nosotros nos convertiremos en uno más de esos locos", pensé.


          Partimos de noche, mientras todo el mundo dormía. Puse una pequeña cestita en la parte delantera de mi bicicleta de nigga y senté allí a Pericles, tapado con una fina manta, porque por todos es bien conocido gracias a nuestras abuelas que por la noche "refresca", y es mejor abrigarse. Salimos de casa en mitad de la noche cual película E.T., escapando ambos dos, un hombre y un mono, en busca del Fin del Mundo.
Las calles estaban desiertas, lo que me permitió pedalear por la calzada y burlar la ley de tráfico saltándome los numerosos semáforos que me encontraba a mi paso. Tan sólo vimos un par de borrachos que celebraban la victoria de algún equipo de fútbol, alguna mujer de grandes pechos y poca ropa, y un niñato imbécil que parecía haberse equivocado de camino. Pasé por al lado del parque en el que Pericles y yo habíamos estado sentados unas horas antes, ahora desierto. Las risas se habían apagado, y tan sólo quedaban los restos de las bebidas que chicos y chicas habían traído durante la tarde. Las miradas y los comentarios se habían marchado tras deslizarse por los columpios, y habían vuelto a las estanterías donde se guardaban los dulces recuerdos de unas vidas bien colocaditas y libres de todo y de todos. Permanecí unos instantes buscándola a ella de forma inconsciente. Obviamente ya no estaba allí, se había marchado. Sin mí.

          Las estrellas brillaban cada vez más en el cielo según nos íbamos alejando de la civilización por perdidos caminos de tierra rodeados de campos de cultivos y carreteras. Apenas había luz artificial, y mi bicicleta únicamente contaba con un par de leds que, más que para ver, servían para ser visto, lo cual no ayudaba a evitar los baches y agujeros que se sucedían constantemente a nuestro paso y que dejaban dolorido mi preciado culo. Pericles y yo permanecimos en silencio durante todo el camino; yo, pedaleando con esfuerzo; Pericles, tapado con la manta en la cestita de la parte delantera de mi bicicleta. Únicamente escuchábamos el sonido de las ruedas deslizándose por la arena, comprimiendo las piedras a nuestro paso, y el ruido sordo de los bichos y las culebras que se escondían entre los matojos de hierba muerta que rodeaba el camino.
No tardé en fatigarme y comenzar a jadear. Pericles era un mono, pero bien podría pesar lo mismo que un niño gordo con tetas, y aunque hacía empeño de no moverse en la cesta, subir las cuestas con un simio resultaba más complicado de lo que podría parecer a priori. Aunque Pericles era un mono parlante no solía pronunciar una palabra. Es cierto que yo no hubiera podido mantener una conversación y permanecer pedaleando al mismo tiempo sin desmayarme por el camino, pero durante las primeras horas de viaje llegué a sentirme verdaderamente solo.




        Sin sombra descubrí que el tiempo no transcurría de la misma forma. Hacía horas que habíamos partido hacia el Fin del Mundo y no había signos visibles del alba. "Puede que mañana no vuelva a amanecer" había pensado innumerables veces, y era cierto que a partir de aquel lugar, Pericles y yo viviríamos en una noche constante. Como partimos de forma repentina no tuvimos tiempo de dormir y aunar fuerzas para la marcha, por lo que pronto el cansancio hizo mella en mí y no nos quedó otra opción que detenernos a descansar. Una vez hubimos perdido de vista toda carretera y civilización, paramos en un descampado y montamos un pequeño campamento improvisado.