El Fin del Mundo (Parte 2)


          A veces hay un amigo en mí que se pone nostálgico y le da por recordar cualquier tiempo pasado que siempre fue mejor. Recuerdo cuando era un niño, y mi mayor preocupación era que quitasen los Power Rangers de la parrilla televisiva. Iba al colegio, atendía a las dos clases de mierda que tenía, jugaba con mis amigos en el recreo, una hora de educación física, y a casa a comer. En casa veía Digimon mientras comía, por supuesto. Un zumito de naranja recién exprimido, una visita al señor roca y vuelta al colegio, a echar la tarde. Apenas hora y media y volvía a ser libre cual pajarillo que da cuerda al mundo. Entonces volvía a casa con mi madre, que me venía a buscar. Recuerdo que siempre tenía mucha sed durante el camino de vuelta, no sé por qué. Le di el coñazo a la mujer todos los días de colegio, repitiendo una y otra vez la misma frase hasta una saciedad que nunca llegó. "Mamá tengo sed, mamá tengo sed" decía. Pero por más que lo repetí jamás me convertí en Bocasecaman. De eso arrastro bastantes traumas, por cierto.
En casa merendaba viendo los Power Rangers (antes de que el Power Ranger rojo se hiciera actor de porno gay), o en su defecto el Chavo del Ocho. Comía pan con chocolate, como buen niño español que fui, y me pasaba buena parte de la tarde con el culo pegado en el sofá. Luego hacía los deberes y, para terminar, jugaba a la consola o con mis muñecos de acción. No me bañaba; en aquella época los niños no se ensuciaban tanto como ahora. Veía la telebasura de 22 a 23, y a las 23:15 como muy tarde mi madre me arrastraba a la cama. Me acostaba, dormía como un angelote, y hasta el día siguiente a las 8 de la mañana perdía la conciencia de mí mismo.

         Y era feliz. Con esto no quiero decir que ahora no lo sea, sino que probablemente la de ahora se trate de otro tipo de felicidad que te deja menos satisfecho. Es otra forma de vida que te deja un regusto a mierdecilla en el alma. Es un "sí pero no...", un "y mañana qué..." que hace que te preguntes a ti mismo por qué demonios no puede volver todo a ser como era antes. Pero no volverá. Y es por este motivo por lo que ese pequeño Davicete que llevo dentro de mí se queda despierto por las noches, hasta las tantas, esperando pacientemente en la puerta del colegio a que su madre venga a buscarle. Porque no sabe regresar a casa.




          Estaba exhausto de pedalear. Pericles era un colega, un colega de verdad, pero a la hora de llevarle en la cestita de la bicicleta, no podía obviar que se trataba de un mono. Y como buen mono, pesaba lo suyo. Pericles y yo nos habíamos detenido en mitad de un descampado cualquiera con el propósito de descansar un poco y, de forma más o menos improvisada, hacer noche allí. El factor noche era algo con lo que yo no había contado. No había cogido nada para acampar, ni una triste manta para mí; ni el más mínimo artículo de supervivencia de gran almacén de deportes. Únicamente iba con lo puesto en busca de mi sombra, sin tan siquiera la certeza de encontrarla allí donde se acabara el mundo. A todo el que se lo hubiera contado, le habría parecido una estupidez. Incluso a mí me parecía una locura ahora que había comenzado mi viaje. Pero no pensaba volver atrás. Si de verdad quería recuperar mi sombra y volver a reflejarme en la luz del sol, debía continuar adelante y hacerlo sin pensar en las consecuencias. Lo viera por donde lo viera, ser invisible a sus ojos era mucho peor que encontrarme perdido en mitad de la nada. Al menos en aquella nada yo perseguía algo, tenía un propósito. Y ese mismo propósito me conduciría de nuevo al mundo. Y a ella.

          Pericles accedió gustósamente a que yo me enrollara en la manta para así protegerme del frío de la noche. A medida que pasaba el tiempo, la temperatura bajaba cada vez más. Quizá fuera uno de los efectos secundarios de perder la sombra: irse poco a poco sumergiéndose en las tinieblas. Si esto era así, debía darme prisa, pronto la manta no sería suficiente. Quizá llegara a un extremo que hasta los moquillos de la nariz se me congelasen, y corriera el riesgo de cortarme con ellos. Estuve un rato largo pensando en esto, y la verdad es que le encontré cierto sentido real. "Pericles, espero encontrar mi sombra antes de que se me congelen los mocos y me atraviesen el cerebro"; le dije al mono, que me observaba lejano, inmerso en la escafandra de su traje de astronauta. Pero no contestó; tan solo apretó los labios e hizo una pedorreta.
Los dos nos tumbamos en el suelo. Yo coloqué la cestita a modo de almohada, y Pericles se quitó la escafandra y durmió con la cabeza en vilo. "A fin de cuentas, los monos no necesitan almohada" pensé. Quizá los monos parlantes que nunca hablaban tampoco la necesitasen.
Pericles cogió el sueño rápidamente; en cambio, yo estuve largo rato sin poder dormir. Aquel suelo de tierra y matojos era de lo más incómodo, sin contar la fauna de aquel lugar y los inquietantes ruidos de la noche. Por todas partes pululaban extraños insectos minúsculos que caminaban sobre dos patas, erguidos, como si fueran personas. Correteaban, cuchicheaban entre ellos y movían sus pequeñas antenas dirigiéndolas hacia mí, mirándome fijamente con unos enormes ojos negros. Pude escuchar alguna de sus conversaciones en las que hablaban de Pericles y de mí, de nuestra inesperada aparición en mitad de su descampado. No aparentaban sentirse complacidos con nuestra visita, pero tampoco intuí que tuvieran el valor necesario como para acercase a nosotros y chuparnos la sangre durante la noche. Tan solo eran unos insectos estúpidos contrariados porque alguien hubiera alterado sus vidas de bichos.

         Aguardé el sueño buscando estrellas en el cielo nocturno, esperando a que Morfeo me guiara lejos de allí. A las afueras de la ciudad era posible contemplar las estrellas, sin contaminación lumínica, polución, o una cúpula de metacrilato que nos protegiera de ataques alienígenas con cañones láser. Tumbado en aquel lugar podía contemplar cómo las estrellas brillaban en el cielo, titilando. Estuve largo rato mirando cómo se movían, cómo cambiaban de posición en el cielo, entremezclándose las unas con las otras. Se perseguían y se alejaban; se movían en círculos, en espiral, se volvían más grandes y más pequeñas. Se absorbían y se dividían, estallando las unas contra las otras. Pensé en cómo sería un mundo en el que las estrellas no se movieran, sino que siempre estuvieran quietas en el espacio, en la nada. Quizá, de haber vivido allí, hubiera tenido sensación de estancamiento, de parálisis. Alzaría la vista y alcanzaría siempre a distinguir las mismas estrellas a años luz de mí, el mismo cielo repitiéndome al oído noche tras noche la inmutabilidad del universo que me rodea. La ausencia de cambio, su estrangulamiento. Una voluntad encadenada y constreñida. Habría pasado los días con el sentimiento de vivir rodeado de una silenciosa extinción. Una muerte eterna. Tan solo pensarlo me hacía sentir preso en una celda minúscula, una caja cerrada, sin voluntad de moverme ni tan siquiera de responder. Me alegré de no vivir en aquel mundo. Incluso, me alegré de tener un mono parlante durmiendo a mi lado.


         Durante un instante mi vista se perdió entre el vaivén de luces en movimiento, que comenzaron a perder nitidez, desenfocándose. Quedé absorto en mí mismo. Por un segundo, todo lo que me rodeaba me resultó extraño. Todo llegó a parecerme ajeno, como sacado de algún singular cuento de hadas. Mis párpados se cerraron sin que yo pudiera oponerme. Caí dormido.